Godzilla: secuela monstruosa de la tragedia
Que florezca tu familia
por mil generaciones,
por ocho mil generaciones.
-Hiroshima: The Aftermath
La película del lagarto gigante. La película del lagarto gigante ese, la metáfora de la bomba atómica. La película del lagarto gigante ese, que es otra metáfora pero sobre lo que pasó en Japón en el 2011. Esa. (De las otras en las que pelea con el mono grande no hablamos).
Le rehúso activamente a la idea de hablar de franquicias porque a los tintes empresariales los quiero bien lejos cuando se trata de magníficas obras de arte en formato audiovisual. Así que si de esto se espera que sea una recopilación de datos, cronologías e hitos sobre lo que se conoce como el MonsterVerse de Godzilla, lamentablemente no va ser el espacio en el que suceda. Sin embargo, he visto varias películas en las que sale este bicho enorme que atormenta a un pueblo y aquí me gustaría hablar de dos de ellas, Godzilla (1954) y Shin Godzilla (2016), y de un libro impactante: Hiroshima (1946).
Crónica de un parpadeo atómico
John Hersey es el hombre al que hay que recurrir cuando se quiere leer sobre Hiroshima. Definitivamente el trabajo logrado a través de su crónica homónima es una lectura pegajosa e inquietante que se nos adhiere al cuerpo como una sombra cuyos ecos e imágenes proyectadas en nuestro interior nos acompañarán una vez terminada su lectura. Allí donde haya luz, estará el recordatorio de lo que fuimos como humanidad y de lo que somos a través del olvido del incidente. Es innegable que si Oppenheimer (2023, Nolan), tiene algún logro, este es generar un pequeño espacio de reflexión sobre la pregunta por el lugar de la humanidad en un mundo donde es un hecho efectivo la existencia de armas de destrucción total, las cuales, encima, ¡fueron creadas por ideas humanas!
Sin embargo, las preguntas no son el objetivo de Hersey, que en su crónica, nos invita a seguir a seis sobrevivientes del bombardeo a Hiroshima que le pondrán el cuerpo y la vida a la abstracción que venía siendo la guerra hasta, al menos, agosto de 1946.
La cuestión por la bomba se presentaba como un fantasma sin soporte material que vagaba por las conciencias pero no se disponía de material para imaginar su alcance en las vidas cotidianas.
Con el objetivo de demostrar concretamente la relevancia histórica que tuvo esta pieza literaria de no ficción me interesa el testimonio tomado del prólogo de Juan Gabriel Vásquez, traductor de la misma:
“Hersey decidió pasar tres semanas de mayo en Japón. Vio, preguntó, investigó, y presentó un resultado de ciento cincuenta páginas que los editores pensaron en un principio publicar en cuatro partes. (…) El 31 de agosto del 46, un artículo, un solo artículo de un solo autor cubrió todas las páginas de la revista. (…) se trató del artículo más famoso del mundo. Hay un muestrario de reacciones que lo corrobora; hay, también, un inventario de anécdotas.
Que la revista haya sido comentada y elogiada en otras publicaciones es extraordinario, pero que haya sido reseñada como si se tratara de un libro es casi anormal. Que Einstein haya ordenado mil copias de la revista es una curiosidad de museo, sobre todo porque su solicitud no pudo ser atendida. El texto fue leído (entero, sí) por radio; cuando apareció en forma de libro se tradujo con presteza en todo el mundo.”
Las páginas de Hiroshima están cargadas con una prosa fría, concreta y agobiante; los datos son la base sobre la que se recuesta el autor logrando dar carne a las cifras trágicas a través de una descripción detallada de las diversas destrucciones. Resulta paradójico que el accionar a través de las bombas atómicas tuviese un fin demostrativo y disuasorio desde Estados Unidos para el mundo, pero que sin embargo se supiera tan poco sobre aquellos cuya vida fue arrasada al calor de un parpadeo atómico.
Hersey murió con la certeza de que la bomba fue la oportunidad que vió el gobierno estadounidense, no de generar la rendición de un enemigo implacable, sino que frente a un Japón esencialmente derrotado, de disuadir a Rusia. En esta línea, el libro publicado en 1995 por Gar Alperovitz titulado La decisión de utilizar la bomba atómica supera la creencia establecida de que el lanzamiento de la misma era la única manera de acabar con la guerra y toda la cháchara sobre salvar vidas al evitar la prolongación indefinida del combate. La historia que se había erigido como dominante no sólo ubicaba a los Estados Unidos como quienes determinaron el fin de un proceso sanguinario a escala mundial, sino que también intentaba establecerlos como los que llevaron esto a cabo de la forma más “humana”.
Recapitulando esta historia de venganzas y protagonismos en disputa, en el ‘41 tuvo lugar el ataque japonés a Pearl Harbor, que a pesar de los motivos geopolíticos intrínsecos al momento en el que se dió, se presentaba como una fila de dominós cayendo cuya primera ficha podría rastrearse en el ‘37 con el embargo, decretado por Roosevelt, de Estados Unidos a Japón sobre las importaciones de petróleo. En ese entonces ya se sabía del país nipón su carácter de potencia casi indestructible, por lo que cualquier movimiento en pos de su debilitación sería aprovechado. De esta manera, los ánimos en el pueblo estadounidense no eran los más tranquilos cuando se trataba del país asiático. De esta manera, no es sorpresa el desenlace catastrófico de agosto de 1945: Truman
“convencido de que la demostración de la bomba le permitiría dictar los términos de la política mundial e imponerlos a la amenaza comunista, eligió a 150,000 civiles como ratas de laboratorio, eligió dos ciudades enteras como gigantescos polígonos”.
En este contexto, podemos entender la urgencia moral global con la que se presenta la crónica de Hersey al respecto de esas vidas dejadas atrás y atravesadas por las bombas. Y si bien cuando se piensa en lo sucedido las preguntas comienzan a llegar, el autor no tiene el objetivo de responder ninguna: lo que se nos ofrece es una tajada desfigurada, sangrante y supurante de la vida en un mundo en el que algo así tuvo lugar, nuestro mundo.
Sin embargo, el recorrido histórico no termina aquí, nueve años después de Hiroshima y Nagasaki, en 1954, Estados Unidos probó su bomba de hidrógeno más potente en el Atolón Bikini de las Islas Marshall. Recomiendo jugar un poco con el Google Maps y ver donde queda esto para tener una idea sobre lo que se viene ahora.
Los científicos habían calculado que el dispositivo termonuclear sería de 6 megatones de TNT, esto, para darse una idea, es 400 veces más que lo utilizado en Hiroshima (y eso ya había acabado con la vida de 70.000 personas al instante, y muchas más en los próximos días). Pero las estimaciones de la ciencia estaban muy equivocadas.
La detonación produjo 15 megatones de TNT, casi 2,5 veces más de lo estimado en un primer momento. El rendimiento fue aproximadamente 1000 veces mayor que el de la detonación de 1945.
*Nota al pie para no hacer de esto un artículo de historia: hay razones para creer que en realidad el punto de quiebre determinante al respecto del rendimiento de Japón lo había comenzado a macerar la Unión Soviética a través de la invasión de la Manchuria, territorio chino clave ocupado por fuerzas japonesas hasta ese entonces. Esto debilitaba a la potencia del sol naciente en tanto era imposible librar la guerra en dos frentes y la amenaza del avance comunista estaba cada día más cerca de ser una realidad.
Las 57.000 millas cuadradas destinadas a la prueba se quedaron muy cortas frente a la potencia inesperada de la bomba y los fuertes vientos que derivaron en una lluvia radiactiva de “polvo de coral absorbido por la explosión de la bomba y recubierto con productos de fisión U-238”. En contacto con la piel, estas cenizas provocaban quemaduras y daño por radiación.
Nuestro protagonista en esta historia es el barco pesquero Daigo Fukuryu Maru, el cual por estar buscando atún en una zona cercana a la detonación se contaminó de tal manera por la lluvia radiactiva que tuvo que ser enterrado bajo tierra por el gobierno japonés. Este hecho fue de gran relevancia para la opinión pública, porque significó la resurrección de miedos recientemente sepultados. Ni hablar de las consecuencias biológicas debido a la radiación ya que por ejemplo, por un buen tiempo la pesca en Japón prácticamente se detuvo, causando estragos en la economía de muchos pueblos e industrias.
Unos meses después de esto, la productora japonesa Toho va a presentar lo que marcaría una época y se convertiría en una figura clave del cine japonés y mundial: Gojira (1954). Si bien la premisa no estuvo planeada directamente como alegoría de la bomba atómica, teniendo en cuenta el boom del cine de monstruos, con King Kong (1933) y The Beast from 20,000 Fathoms (1953), y el revuelo causado a partir del Daigo Fukuryu Maru, la oportunidad se les presentó nítidamente a los productores quienes hicieron bien en no dejarla escapar.
Gojira es un monstruo que proviene de las pruebas nucleares. “Proviene” ya que anterior a los bombardeos, se encontraba tranquilo en el lecho de un sueño marino hasta que la disrupción de la bomba atómica lo vuelve a traer a la superficie de lo real. A partir de entonces, no solo su sueño será interrumpido, sino también el del próspero y complejo Japón.
No es metáfora, es una manifestación física
Con esto en mente, a la idea común de que Godzilla (1954) es una metáfora a la bomba atómica del ‘45 me gustaría contraponer una cita extraída de la crónica de Hersey en la que una de las sobrevivientes de Hiroshima plantea lo siguiente:
“Demasiada atención se le prestaba a la bomba atómica, y no la suficiente a la crueldad de la guerra”.
Tras unos segundos de silencio, el logo de la Toho Co. se erige mientras escuchamos singulares estruendos que en su repetición nos hacen pensar ya no en explosiones sino en pasos de algo gigante avanzando. Luego, oid mortales el grito herrumbroso. Gojira (1954) comienza con unos desastres marítimos muy similares a los del Dango. Las descripciones coinciden: radiación, fuego y desconcierto. Las conjeturas sobre la razón detrás de la catástrofe comienzan a llegar. Pescadores pronuncian el nombre de lo desconocido: “Entonces… debe haber sido Gojira”. Se relata a continuación que si bien los humanos ya convivían con la latente amenaza de su destrucción, frente a ella adoptaban un ritual que de alguna manera controlaba la situación: el sacrificio.
Cuando la pesca escaseaba, los habitantes costeros entregaban a muchachas a la bestia marina con el fin de mantener el balance entre las fuerzas indómitas de la naturaleza y las necesidades humanas. Ese equilibrio sin embargo, parece haberse roto, y las fuerzas incontrolables han sido invocadas y ahora confrontan a los seres humanos. ¿Es posible manejar el carácter voraz que constante y paulatinamente se le imprime a nuestras necesidades? ¿Qué razones hay detrás de la necesidad de detentar con el poder sobre fuerzas destructivas?
Para indagar al respecto de qué se esconde dentro del traje de goma de Godzilla, es preciso citar las palabras de Honda, el director:
“La mayoría de las imágenes visuales que obtuve fueron de mi experiencia de guerra. Después de la guerra, todo Japón, así como Tokio, quedó en cenizas. La bomba atómica había surgido y destruido por completo Hiroshima… Si Godzilla hubiera sido un dinosaurio o algún otro animal, lo habría matado una sola bala de cañón. Pero si fuera igual a una bomba atómica, no sabríamos qué hacer. Entonces, tomé las características de una bomba atómica y las apliqué a Godzilla”.
Ese impulso que equilibra a la bestia ficticia con la tragedia real es lo que dota a nuestro lagarto especial de un matiz simbólico fascinante ya que su accionar errático, impredecible y destructivo no se diferencia de la voracidad propia de los seres humanos a través de la dominación ejercida mediante los avances científicos. Ese “avance” no estuvo lejos de ser leído en sintonía con valores como el progreso, la paz y el bienestar de la colectividad humana.
¿Cómo se puede integrar un desarrollo técnico insaciable de cara al dolor infringido sobre una parte de la colectividad humana? ¿Cómo se sostienen las narraciones sobre lo humano si ellas parten de una base fragmentada que favorece a un grupo por sobre otro?
De esta manera, Godzilla se erige como el catalizador de una naturaleza catastrófica que a partir de su existencia nos vuelve a ubicar como iguales frente al dolor. Un Dios redentor cuya voluntad jamás nos consideraría (a sus ojos no somos más que paisaje), y sin embargo solo de esta manera logra unir los fragmentos aislados y punzantes de nuestra humanidad restante en pos de un bien común: su propia destrucción.
Acercándonos al final, tras un ida y vuelta al respecto del rol de la ciencia en la creación de armas de destrucción masiva, la única solución que puede encontrar el científico es ser coherente con los posibles usos de lo creado y aniquilarse junto a ella. Sí, el Dr. Serizawa habrá creado “el destructor de oxígeno”, pero no va a pretender que el mundo siga igual después de eso: su suicido es una apuesta por la humanidad, de esas que ya no abundan y que solo parecen tener lugar en la ficción. En sus palabras:
“Si se pudiera hacer un buen uso de él [por el destructor de oxígeno], yo sería el primero en revelarlo al mundo. Pero ahora mismo, no es más que un arma de destrucción masiva… Si se utiliza incluso una vez, los políticos del mundo no se quedarán de brazos cruzados. Inevitablemente lo convertirán en un arma. Bombas atómicas contra bombas atómicas. (…) Como científico, no como ser humano, añadir otra arma aterradora al arsenal de la humanidad es algo que no puedo permitir”.
Asumir los posibles usos a partir del aporte que hizo al avance armamentístico, encararlo y morir junto a él es un acto tan valiente como desolador, y el dolor a través de esta pérdida humana debería presentarse como un eco constante para cumplir con su esperanza: no necesitar jamás un mundo en el que exista la idea, el potencial o los materiales para crear un arma letal. Ese es el mundo por el que muere el científico. Y la película termina, si le hicimos justicia o no a sus ideas es otro tema…
Nuevo, Verdadero y Sagrado
Corre el flamante siglo XXI, el lugar es el fondo marino japonés, el objeto: una nueva amenaza. De la misma manera podría comenzar un artículo al respecto de los acontecimientos del 11 de marzo de 2011, que incluyeron un megaterremoto de magnitud 9.1 seguido de un tsunami devastador y con la conclusión final de un accidente nuclear en Fukushima. Pero no, estamos hablando de Shin Godzilla, la película dirigida por Hideaki Anno y Shinji Higuchi estrenada en el año 2016.
La incorporación de la partícula shin a la franquicia del lagarto gigante hace de la ambigüedad su punto fuerte: puede traducirse como nuevo, verdadero y sagrado. La adaptación que hacen los directores aprovecha cada posible acepción y exprime su jugo en esta renovada presentación que, si la describimos a grandes rasgos, parece ser una mera iteración de la fórmula conocida: monstruo aparece, humanos entran en pánico, muchos mueren, buscan una solución, aparentemente la encuentran y termina la película. Pero tras esta falta de respeto que me acabo de permitir, entran en juego las otras dos acepciones: verdadero y sagrado.
La verdad es esta, él no tiene glamour: la primera vez que vemos a Godzilla no es el destructor estratégico y poderoso que nos somete a su furia de manera deliberada (véase la última adaptación: Godzilla Minus One). Su andar es torpe, su contextura es propia de la de un renacuajo, es un ser a medio completar, que parece desorientado y perdido a través de una mirada que confunde como podría confundirnos ver a un elefante en nuestro patio trasero: no sabe cómo llegó, no sabemos cómo llegó, solo intuye la pulsión de escapar y mientras lo hace, nuestro frágil orden se ve destruido por pisadas que hacen temblar el suelo bajo nuestros pies.
Tampoco nosotros tenemos glamour: debido al acercamiento realista enfocado en la burocracia y sus maneras de afrontar la crisis, vemos el enredo kafkiano con sus interminables mediaciones entre departamentos, consultores y actores políticos. La sensación de fondo es la fragilidad. Ser testigos de los procesos que deben llevarse a cabo para coordinar una cantidad abrumadora de factores en disputa frente al caos no puede más que llenarnos de desesperación.
Es el enfrentamiento minuto a minuto entre dos tipos de tiempos: el político y el catastrófico. Personalmente no extraigo de la película una lectura fulminante a la burocracia sino que se parte de ella como lo que tenemos y lo que podemos hacer. Entendemos su funcionamiento, entendemos sus beneficios y problemas, y desde ahí avanza.
Ante la comprensión de la urgencia real será el propio sistema el que desarrolle un subgrupo informal que desafíe los límites y fronteras de lo permitido a figuras políticas y científicas, esperando de ellos una alternativa que piense “por fuera de la caja”. Este conjunto de personajes variopintos llevará a cabo un descubrimiento que se presenta como una inflexión clave en la película frente al resto de la franquicia: así como planteamos que en Gojira (1954) el monstruo era una consecuencia del uso de armas nucleares, en Shin Gojira (2016) se descubrirá que lo que dota de energía a la bestia es justamente la fisión nuclear.
Esto podría leerse como una forma de concebir las preocupaciones globales de cara a un mundo que no solo no estableció pactos de desarme nuclear, sino que aceleró y profundizó la carrera armamentística al punto de tener la capacidad de llevar a cabo su destrucción total de así quererlo. Por otro lado, si bien el metraje comienza con un tono sardónico y humorístico, la manera en la que se plantea la organización política japonesa alrededor de la tragedia y su forma de llevar a cabo actos y decisiones, paulatinamente estará atravesada por más y más dolor a la vez que se mantiene rodeada de un halo optimista con horizonte en el bien común e instrumentado a través de la urgencia de la acción directa.
Quienes se marchan del mundo
Mi primer acercamiento a este gran mundillo concerniente a Godzilla fue con Shin, y pronto se convirtió en lo que me hizo querer saber más sobre ese bicho que difería de cualquier conjetura que me pude haber hecho todos estos años gracias a la cultura pop a la que se encuentra anclado. Quisiera retomar algunas de aquellas primeras impresiones.
En Shin Godzilla vemos el surgimiento de un ser que nace ya en conflicto con la naturaleza: se cae, golpea los edificios de la ciudad con su organismo en crecimiento, mira a su alrededor, sale del agua y vuelve a ella. Somos testigos de cómo su cuerpo se desgarra y sus fibras musculares se estiran hasta romperse a medida que se transforma y crece, mientras sus ojos como puntos fuera de órbita transmiten confusión y desesperación. Su naturaleza hace de él algo a exterminar, la tierra que lo creó es también la que lo expulsa. Toda su estadía en nuestros pagos parece dolerle. Para los nuestros, por otro lado, parece tratarse de la confrontación con los daños colaterales de un acto del que fuimos autores.
El exterminio de Godzilla es la base para poder sostener la humanidad que queda en pie tras su paso. En esta línea, al igual que Úrsula K. Le Guin planteaba en «Quienes se marchan de Omelas» (1974), me pregunto: ¿qué tanto sufrimiento estamos dispuestos a generar con tal de justificar la felicidad de un determinado grupo de personas? En el corto pero fatal cuento, se nos plantea un escenario hiperbólico muy similar a la realidad de nuestros días: para que el mundo siga girando y se posible sostener cierto orden de relaciones político-económicas tenemos que evitar pensar en ese secreto a viva voz compuesto por una lista interminable de injusticias y horrores que ocurren en este mismo momento en cualquier parte del globo.
¿Cuánto sufrimiento es suficiente para sostener esto? ¿Cuánto más para que decidamos que es demasiado? Gracias al poder de la ficción, Shin Godzilla puede simbolizar la amenaza de la destrucción después de la destrucción y a la vez, por su naturaleza animal y desprovista de conciencia y razones, la angustia frente a los estragos de la misma.
Creo que las palabras claves para cerrar este texto son dos: responsabilidad y optimismo. Por un lado, recientemente en Oppenheimer (2023), salteando el culebrón mediante, se mostró una de las formas en las que la ciencia se insertó en nuestro mundo cambiándolo para siempre.
Mientras que en Gojira (1954), la ficción nos permite tener esperanza frente a un científico consecuente con el mundo desde el que parte y al que le deja sus resultados. Es dudable que esto pueda darse hoy en día, siendo el mercado el que orienta muchas veces el rumbo de los avances científicos, al punto de truncar progresos en materia de salud frente a la posibilidad de perder oportunidades rentables económicamente.
Por otro lado, la perspectiva “shin” de los directores Anno y Higuchi está atravesada por una apuesta deliberada por la humanidad aunque la realidad nos invite a creer cada vez menos en ella y en los objetivos de la ciencia y la política. Tanto en Shin Godzilla (2016), Shin Ultraman (2022) y Shin Kamen Rider (2023) los directores nos presentan situaciones en las que confían en la capacidad de los seres humanos para organizarse, pensar, idear y crear alternativas que nos permitan prolongar nuestra estadía de cara a situaciones que implican nuestra posible destrucción total. Si esa capacidad no existe, debemos aspirar a construirla. Si no hay lugar para las reflexiones filosóficas y poéticas mientras estamos haciendo un trámite burocrático, hay que crear las condiciones para que ese lugar exista.
Si nada nos da la pauta para confiar en quien tenemos al lado, es preciso convertirse en una persona en la que el otro pueda confiar. Y no hay justificación ni razones para hacer esto, tal vez tampoco haya recompensas; no deberemos buscarlas ni esperar que nos sean dadas. Solo es lo que hay que hacer por nuestro destino humano.
Hay una escena en la magistral película de Mathieu Kassovitz, La Haine (1995), en la que un señor plantea:
“¿Creen en Dios? No hay que preguntarse eso… sino si Dios cree en nosotros”.
En una línea similar pero mucho más oscura y de una profundidad filosa, Paul Schrader postula en First Reformed (2017) la siguiente cuestión:
“¿nos perdonará Dios por destruir su creación?”.
Ambas preguntas apuntan a la renovación de la confianza de la humanidad al respecto de sí misma más allá de una ligazón con la divinidad.
En una época coronada con la contradicción entre una creciente desconexión humana y un aumento en los medios tecnológicos que permiten el acceso a casi cualquier recoveco del mundo, es necesario volver a pensar en qué clase de comunidad queremos construir y qué estamos dispuestos a hacer (y sobre todo a no hacer) por ella. En mi opinión, son películas como Gojira (1954) y Shin Gojira (2016) algunos ejemplos que pueden impulsarnos a pensar en esa dirección. Es una tarea siempre dispuesta a comenzar.
La aspiración de que las películas cambien al mundo puede ser tildada de naif, pero voy a invocar a las palabras del ensayista Steve Ryfle, para cerrar esto:
“Godzilla es un recordatorio de la caja de Pandora abierta en agosto de 1945. […] el «Rey de los Monstruos» advirtió al hombre que cerrara esa caja y extinguiera el fuego. Si no podemos mirar más allá de los trajes de goma y Tokio en llamas y ver al monstruo a los ojos, tal vez todos seamos un poco ingenuos”.