Opinión

Juan Pablo Bargueño – 11/05/2023

Sobre el amor al cine, el pueblo y otras cuestiones

Puede ser una generalización, pero nunca he estado tan seguro de algo: todos los que disfrutamos del arte cinematográfico — ¿quién no? —, tenemos una película que supuso el despertar de algo interior que resultó primitivo y vivaz; un sentimiento incontrolable que deriva, como de una bendita maldición, en la búsqueda incansable del reencuentro con algo parecido. Por suerte, este detonador preludia un continuo descubrimiento de grandes obras que marcarán momentos determinados de nuestras vidas.

Recuerdo con sorprendente precisión el día de verano, a la recién cumplida edad de 11 años, en el que, en un decaído ánimo, buscaba algo en la televisión con lo que entretenerme. Retransmitían La chaqueta metálica (1987) de Stanley Kubrick. Mi padre —al que le debo mi curiosidad por el séptimo arte—, con razón, y muy a mi pesar, me prohibió ipso facto ver la cinta. Se olerán que, en una edad donde queda mucho por descubrir y donde la razón de ser se rige por la curiosidad, lo primero que hice fue, aquella misma noche, buscar la película en el ordenador —sí, no le temo al patético cuerpo de voluntarios de la justicia por la piratería—. Aquello fue como una epifanía, y descubrí que el cine era mucho más que un simple entretenimiento.

Me gusta tener esto en mente una y otra vez cuando me encuentro con personas que, con admirable confianza —tal vez, demasiada—, se ven con la autoridad de, primero, valorar lo que es y lo que no es cine, y segundo, juzgar qué tipo de personas pueden o deben ver cine o, en definitiva, afirmar que el séptimo arte no es un arte popular. Si atendemos a lo primero, debemos entender a qué se refieren. Es sencillo: el verdadero cine es el de Tarkovski, Godard, Dreyer, Bergman, y demás. ¡Maravillosos directores! Entonces, debemos partir de la creencia de que hay una objetividad plena a la hora de valorar una película; se puede saber si es buena o mala siguiendo algún tipo de métrica. Incluso, hay quien concibe la tarea del crítico, por ejemplo, como un tipo de juez que, bajo el criterio “científico”, valora las cualidades y defectos de una obra. Sin embargo, ¿no fue el mismo Andréi Tarkovski quien afirmó que la percepción por parte del público —de esto no se libra nadie, ni los críticos que se quedan dormidos en los pases de prensa— era subjetiva, pues la propia percepción del autor —director— hacia la creación de la película era también subjetiva? O bien, podemos seguir la objetividad de la semántica y la lexicografía, y definir que narices es el cine.

Estas figuras cuya autoridad no alcanza ni a la mota de polvo más irrelevante de este universo, se perderían en el laberíntico intento de establecer los criterios por los que un rayo de luz que se proyecta sobre un fondo blanco es cine. Son verdaderos amigos de la verdad —más quisieran—, como diría Miguel de Cervantes, quien, en el primer libro de Don Quijote de la Mancha, en el capítulo VI, se ríe de aquellos que pretenden diferenciar entre lo que debe “quemarse” y lo que no.

“El autor de ese libro —dijo el cura— fue el mismo que compuso a Jardín de flores, y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero o, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá al corral, por disparatado y arrogante” (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha).

Básicamente, dan a entender que el cine es un arte único, especial —estoy de acuerdo—. Pero este aura solo refiere a una mínima selección de películas complejas y profundas, maravillas artísticas que se alejan de la industria que les da vida y que su pureza es la que le da valor a este fantástico invento… Nótese la ironía. Ya que nos ponemos románticos, podemos apelar a la idea del nacimiento del cine con el primer sueño del ser humano que tanto defienden los idealistas “cinéfilos” y, por consiguiente, hacer al cine universal.

Me gustaría recurrir Paul Thomas Anderson y la famosa historia de cómo se salió de la escuela de cine porque un profesor no quería que nadie tuviese en mente hacer un guion de una película como Terminator 2: El juicio final (1991). ¿No es triste que la ilusión por contar una historia se vea refrenada por intentar establecer lo que es “verdadero” cine y lo que no? Creo que no hay nada más cruel para el que sueña con el cine, que le cohíban de hacer o amar la película que despertó en él la pasión incontrolable por el arte cinematográfico, en este caso Terminator 2, la que para muchas personas fue lo que Las zapatillas rojas (1948) para Martin Scorsese, El mago de Oz (1939) para David Lynch, o La matanza de Texas (1974) para Quentin Tarantino y Nicolas Winding Refn.

El pueblo y el cine
Fotograma de La chaqueta metálica (1987)

Por otro lado,  para mí es más grave dictaminar que el cine no es un arte popular. Si bien podría entender este punto de vista enfocado al reducido y selecto grupo de personas que se ganan el pan con la creación audiovisual, argumentar algo así en relación con el entendimiento o apreciación de una película, me parece, con todos los respetos, insultante. Todo tiene sus matices, por lo que no me atrevería a aseverar algo tan espinoso como que los que defienden esta perspectiva se crean por encima de los demás, pero me parece incomprensible que sigamos pensando que el pueblo sea estúpido y no sepa diferenciar entre un mono y una vaca.

Me preocupa cada vez más estos pensamientos. Me recuerda, en cierta medida, al teatro, por ejemplo, el isabelino, donde el populacho se posicionaba en el patio y reaccionaba a la obra mientras otros vendían copias ilegales de los folios, acudían a los servicios de prostitución tan normalizados por aquel entonces o hacían sus necesidades en una esquina, y arriba, en las gradas y balcones, los verdaderos “sabedores” del arte —en realidad solo tenían dinero—. Y, ¿en qué se ha convertido el teatro? Si seguimos así, puede que el cine acabe de la misma forma de aquí a unos años: cuatro gatos y una media de edad de ochenta años.

Estoy seguro que más de uno se habrá encontrado con los retractores de las salas de cine por culpa del vulgo que se atreve a pisar una y —¡oh, Dios mío!— a disfrutar lo mismo que ellos sin saber lo que es el efecto Kuleshov. Dirán: “¿Cómo es posible que disfruten de algo si, realmente, no lo entienden?” Tal vez, cuando hablan de la magia del cine, se refieren a esto, que es la parte bonita: que todos disfruten y hablen de cine. Si no, si la magia es el conglomerado multimillonario que es la industria, la degeneración en sus filas, o la hipocresía, todas ellas encubiertas por una idealización individualista, petulante y autocomplaciente, por no decir una cosa peor, entonces, que Dios nos pille confesados.

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