Análisis sobre Napoleón (1927) de Abel Gance

Alberto Abuín (@AlbertoAbuin)

La figura de Napoleón Bonaparte vuelve a estar de moda —si es que alguna vez ha dejado de estarlo— gracias a Ridley Scott, quien desde hace 23 años quiere ganar ese Oscar a mejor director que tanto se le resiste. Más allá de un premio que si no ha ganado por Gladiator (2000) o Black Hawk derribado (2001) es un poco absurdo que lo gane por una película que llega mutilada a los cines que tanto interesa llenar de nuevo —recordemos que en su estreno en Apple el film de Scott alcanzará las cuatro horas de duración, frente a las dos y media en salas—.

El inventor del término “director’s cut” se enfrenta a la comparación con uno de los grandes cineastas franceses: Abel Gance, cuyo Napoleón (1927) sufrió también numerosos remontajes y ediciones que se fueron sucediendo con el paso de los años. La intención de Gance era la de hacer una saga sobre la figura de Bonaparte y que le llevaría a querer hacer seis películas, las cuales ya tenía planificadas. Pero Gance gastó el presupuesto asignado a toda la saga en una sola película, la cual ni siquiera abarca todo lo que el director tenía en mente. Se calcula que dos tercios de lo previsto es lo que vemos en pantalla.

El fracaso en taquilla impidió a Gance el continuar con la saga. Incapaz de reunir de nuevo dinero para el proyecto, su película sufriría a lo largo de los años varios remontajes y ediciones, siendo el más famoso el orquestado por Francis Ford Coppola, con música de su padre Carmine Coppola, y que alcanza las cuatro horas de duración. No así el de la British Film Institute, llevada a cabo por el historiador Kevin Broenlow —véase el fantástico documental al respecto, The Charm of Dynamite (1962)— que con música del conocido Carl Davis, alcanza una duración de cinco horas y media.

Existen al parecer casi una veintena de versiones del film, cuyos montajes varían considerablemente en su duración. Incluso en el año de su producción el film conoció dos versiones en las salas: una primera de cuatro horas, y otra que alcanzaba las nueve horas —impensable lo que esa versión debía ofrecer—. En 1935 y bajo el título de Napoleón Bonaparte Gance hizo un remontaje del film que alcanza las dos horas y media y que, entre otras novedades, es una obra completamente sonora, con diálogos doblados e incluso nuevas escenas filmadas con un reparto completamente nuevo.

Napoleón de Abel Gance

Fotograma de Napoleón (1927)

No sería hasta 1960, con el general Charles De Gaulle como recién nombrado Presidente de Francia, cuando Gance regresaría sobre la figura de Bonaparte, en Austerlitz (1960), que bien podría considerarse una continuación del film de 1927, ya que sigue donde aquella concluía —la conquista de Italia, el primero de sus grandes logros durante su primera etapa militar—. Ambos films coinciden en su figura principal y que fueron un rotundo fracaso en los cines, incomprensible en el primer caso, algo más lógico en el segundo.

En la recién estrenada década de los sesenta el séptimo arte sufría una completa revolución temática y formal. Si bien los blockbusters históricos estaban de moda, como por ejemplo Espartaco (1960) de Stanley Kubrick —alguien también obsesionado con la figura de Napoleón, y a quien el film de Gance le parecía terrible, elogiando eso sí, sus virtudes técnicas— en Francia una nueva ola, para bien o para mal, cambió por completo el cine francés y con ello las inquietudes de los espectadores.

Ambas obras se complementan en cierto modo, y en otro son puro contraste. Si a Gance podemos considerarlo un director muy minucioso, sobre todo formalmente, mostrando en pantalla todo cuando una cámara pueda filmar, resulta curioso que frente a la magnitud del film de 1927, en Austerlitz haya optado por utilizar en varios momentos el fuera de campo. Por ejemplo el momento de su coronación. El autoproclamado Emperador de Francia, operación que puede verse como el sumun de la arrogancia, no es coronado en pantalla, sino que es representado a través de muñecos en una maqueta y con Jean-Louis Trintignant narrando el evento. Probablemente la mejor secuencia de una película dividida en dos partes por ese importante momento.

Hasta ese instante Austerlitz es una película de interiores, con intrigas palaciales y amoríos varios. Después la acción se centra en la batalla del título, y que fue, y sigue siendo considerada una obra maestra de la estrategia militar. Pero si en el film mudo las secuencias de batalla brillan en todo su esplendor, aquí resultan en cierto modo falsas. La grandilocuencia de la que Gance a veces hacía gala se torna agarrotamiento, casi cine acartonado que parece mucho más viejo, a pesar de los colores, que el realizado en la época del cine mudo.

Tráiler de la versión de la British Film Institute

Quizá la diferencia más llamativa entre ambas versiones, refiriéndonos al tratamiento de personajes, es el de Josephine. En el film mudo el personaje, al que da vida una magnética Gina Manés, es el gran amor de Napoleón —cuerpo y rostro de Albert Dieudonne— e incluso una especie de guía en sus momentos más duros. Cartas llenas de amor desde el campo de batalla dotan al film de un fuerte y lírico romanticismo. En la versión de 1960 Napoleón —bajo el físico de Pierre Mondy— no hace más que ser infiel a Josephine, encarnada por Martine Carol, y el romanticismo desaparece por completo, dejando si acaso instantes más amargos, incluso rozando lo patético.

En el film mudo, Josephine, aunque está a punto de morir ajusticiada, semeja un ángel, la cámara la mima tanto como el propio Napoleón. En el film de 1960 Josephine es una mujer engañada y humillada. Pero en ambas Gance se muestra como un espléndido director de actores, algo que ha ido perdiéndose con el paso del tiempo. Hoy los directores —no todos, obviamente— parecen más interesados en su onanista amor por las virguerías que la tecnología puede ofrecer, confiando en demasía en sus intérpretes en lugar de dirigirlos. El cine estadounidense comercial puede presumir ampliamente de ello, por ejemplo; también el nuestro.

Si bien en el apartado interpretativo ambas películas ofrecen sentidas y entregadas actuaciones de todo su elenco, es en el apartado formal y técnico, y en el arte de utilizar dichas formas, donde Austerlitz pierde frente a su predecesora. No así en su retrato de Bonaparte, al que parece idolatrar en ambas películas, caracterizándose por un muy marcado crescendo al respecto en el caso de Pierre Mondy, cuyos compases finales frente a cámara, tras la victoria en el campo de batalla, tienen un algo de adoración, señalado sobre todo por el rostro del actor, el encuadre central que le hace Gance, y la banda sonora, obra y gracia de Jean Ledrut —compositor con apenas una docena de trabajos para cine, siendo el más conocido el score que compuso para El proceso (1962) de Orson Welles—.

En su primera aproximación al personaje, la figura de Bonaparte alcanza dimensiones mesiánicas. La película es algo más que un biopic que repasa la vida del fascinante personaje. Aunque no cubre toda la vida de Bonaparte, el alcance de la obra trasciende considerablemente la mera biografía, la cual si examinamos minuciosamente comprobamos que no sólo Ridley Scott debería ser el objetivo de críticas por parte de aquellos que creen que el Séptimo Arte debe fidelidad a la Historia y no ser únicamente un vehículo de entretenimiento, que lo es, pero también muchas cosas más.

Sin embargo Gance, como el gran creador y cineasta que era, sabía perfectamente que el verdadero arte no debe doblegarse ante modas, ni contentar al público, ni realizar concesiones, algo muy común y lógico en una cinematografía libre que, a diferencia de la estadounidense, no conoció la censura hasta 1940 con la ocupación nazi; por primera vez en la historia del cine francés el poder decidía sobre el cine, las películas eran “observadas” por censores tanto franceses como alemanes —recomiendo al respecto el estudio Entre la prohibición y la metáfora. Una aproximación al cine francés durante la ocupación (1940-1944)’ de Lesly Peterlini—.

Napoleón es una obra que contiene TODO lo que el cine es, y fue, capaz de ofrecer al público inquieto, si se quiere expresar así. Tanto sus detractores, que los tiene, como admiradores, coinciden en una cosa, el impresionante despliegue técnico del que Gance hizo gala. Pero hagamos un alto en el camino y parémonos a pensar en el año de producción del film: 1927. Es el año de películas como: Metrópolis de Fritz Lang —no hace falta explicar, sobre todo a los amantes de la ciencia-ficción, cuan influyente fue, y sigue siendo esta película—. El séptimo cielo (The 7th Heaven), con la famosa pareja Janet Gaynor y Charles Farrell, probablemente el punto más alto en la filmografía del lírico Frank Borzage.

Abel Gance

Abel Gance

El cantor de jazz el musical de Alan Crosland, la primera película sonora de la historia. La ley del hampa, el film de la mejor época de Josef von Sternberg que dio pistoletazo de salida a las historias de gánsteres. Garras humanas, la tristísima y cruel historia de amor de Tod Browning en una de sus más celebradas reuniones con Lon Chaney. También del tándem Browning/Chaney es London After Midnight, la mítica cinta de terror que apareció para después desaparecer completamente y convertirse en la película perdida más ambicionada de todas.

Alas de William A. Wellman, la película ganadora del Oscar a mejor película en la ceremonia celebrada en 1929; también un despliegue técnico con movimientos casi imposibles de cámara copiados hasta la saciedad —Rian Johnson rindió homenaje a esta obra maestra en su infravalorada Los últimos Jedi (2017)—. Amanecer, definida por el insigne Carlos Aguilar como “la obra maestra del especialista en obras maestras”; también ganadora del Oscar a mejor película, de producción artística, en 1929 —la primera edición de la dorada estatuilla es la única en la que el premio gordo se dividía en dos modalidades, algo que jamás volvió a repetirse—.

El legado tenebroso, una de las películas más famosas de Paul Leni, historia sobre una casa encantada en la que el director goza lo suyo moviendo la cámara de forma inusitada. Octubre de S.M. Einsentein y Grigoryi Aleksandrov, sobre la Revolución rusa en 1917.

Todas esas películas destacan por el atrevimiento en sus ideas y la puesta en escena de las mismas. Creadores libres, y con medios, cuando el arte cinematográfico no dependía de miradas censoras de toda índole. ¿Es Napoleón la más ambiciosa, trascendental, épica, espectacular, larga y sublime de todas ellas, de muchas de las películas hechas en la maravillosa época del cine narrado con imágenes, cine puro al fin y al cabo? Probablemente.

Y con esto ni siquiera sugiero que es mejor que todas las citadas —a veces me resulta difícil de creer que exista una película mejor que Amanecer de Murnau, por poner un ejemplo—. En ese juego de la comparación, a veces necesario, a veces totalmente injusto, puede que el film de Gance esté a la cabeza en cuanto a ambición. Porque no sólo se trata de hablar de Napoleón. Gance tuvo la oportunidad de hablar sobre el proyecto con descendientes del criticado emperador. Les hizo saber que su intención era la de resucitar un sentimiento, el del espíritu de la época de la Revolución Francesa, elevar la sublime misión de Bonaparte gracias al apoyo, y cito literalmente, de una religión moral, y esa religión sería, es, EL CINE.

Napoleón podría convertirse en un milagro poseído por una permanencia radiante, un trabajo de revelación más que de educación o entretenimiento. El propio director se bautizó a sí mismo “Arquitecto de esta Resurrección”. Vida y obra de un ególatra llevada cabo por otro ególatra. La polémica estaba servida. Y sin embargo, uno se rinde a Gance y su mastodóntica visión desde los primeros compases, en los que el director juega con lo que vendrá, a modo de prólogo profético y sobre el que se volverá de vez en cuando.

En sus primeros 20 minutos aproximadamente Napoleón es presentado en un contexto que le acompañará durante toda su vida —aquí debemos decir película—: en guerra. Una guerra como juego que marcará para siempre su ya diferente personalidad. Una lucha a bolas de nieve entre los compañeros de clase de Bonaparte, quien dirige a su grupo con apasionada efectividad, mostrando ya sus argucias y estrategias en la lucha. Un inicio que tiene una conexión en las antípodas: el inicio de Grupo salvaje (1969) de Sam Peckinpah, en la que un grupo de infantes juegan cruelmente con un escorpión al que devoran hormigas a las que luego prenden fuego. Una crueldad de la que luego seremos testigos con el grupo del título acabando sus días como vivieron. En Napoleón existe la misma intención.

Viste y sugiere todo lo que veremos en la película hasta la victoria en Italia —atención al fascinante instante en ese tramo, en el que en un aula el profesor habla de la Isla de Helena, mientras el rostro del pequeño Bonaparte es enfocado muy intencionadamente por Gance, uniendo su rostro con su destino final—. Somos testigos al mismo tiempo de un Napoleón, aunque niño, solitario y en superior diferencia a los demás en sueños y aspiraciones. No es de extrañar que Gance, a lo largo y ancho de las cinco horas y media de metraje, muestre al personaje central completamente aislado del resto; a veces en soledad observando la inmensidad del mar mientras su rostro —impagable Albert Dieudonné en el papel de su vida— es iluminado por Gance, y pareciera que somos testigos de sus pensamientos de grandeza. De todas sus apariciones destaca aquella en la que es ya adulto y coincide con la representación en pantalla del canto de La marsellesa —el himno francés por excelencia, compuesto por Claude Joseph Rouge de Lisle—, tras el cual y en segundo plano vemos a Napoleón apoyado en una columna encontrándose con el joven que ha interpretado la canción.

El paso de los años ha hecho mella en su rostro, joven, pero de profundo semblante y cuya mirada parece estar puesta en el futuro de una nación —SU Francia— y en su anhelada libertad. La presencia de Dieudonné eclipsa al resto del elenco la mayoría de las veces, y sin embargo Gance no se para únicamente en el personaje central. Por Napoleón desfilan conocidos personajes como María Antonieta, Maximilien Robespierre o la ya citada Josephine de Beauharnais. Pululan por un film que va variando de tono según el momento histórico que esté narrando.

No hay más que observar esa oscuridad que se adueña de la película en el Reinado del Terror durante la Revolución Francesa, parte en la que el propio director tiene reservado para sí mismo un papel de envergadura: Louis de Saint-Just, al que algunos bautizaron como El arcángel de la muerte. Abel Gance no era sólo un gran director, este tramo del film nos muestra lo excelente actor que fue, su presencia es tan poderosa como la del propio Bonaparte, figura con la que Gance sugiere una similitud. ¿Es Louis de Saint-Just a quién vemos o en un juego de metacine el rostro del director nos muestra sus propias ambiciones, no para con Francia, que también, sino con un arte que tenía poco tiempo de vida pero en cuyo futuro Abel Gance parece estar proyectándose?

Napoleón es recordada sobre todo por el invento de la Polyvisión, utilizado para el espectacular clímax del film en la victoria de Bonaparte en la campaña de Italia. Nada menos que siete meses le llevó al director montar dicha secuencia que sorprende por su espectacularidad. Estamos hablando del primer intento de cambio de formato en una película, acercándose a lo que hoy conocemos como CinemaScope.

Con la utilización de tres cámaras colocadas simultáneamente, Gance consigue un ratio de 4:1, teniendo que comprobar individualmente cada grabación para poder montar la secuencia. El fracaso del film hizo que éste no se proyectara como es debido durante mucho tiempo, hasta que apareció Kevin Broenlov con su famosa restauración. Pero Napoleón no brilla ni sorprende únicamente por el citado invento. El uso de la cámara en esta película es algo que deja con la boca abierta aún a día de hoy.

Albert Dieudonné

Destaca sobre todo en las secuencias de masas, en las que el director utilizó todo tipo de recursos, colocando las cámaras en caballos, colgadas de cuerdas y hasta de péndulos, logrando todo tipo de movimientos dependiendo de las intenciones. Por ejemplo, hay varios instantes de cámara subjetiva, algo hoy muy conocido con lo que el espectador está más que familiarizado, pero en aquel entonces sólo existían un par de intentos previos. Y si los movimientos de cámara parecen más modernos hoy que entonces, lo que realiza Gance con el montaje es algo digno de estudio. Es ahí donde la película alcanza la categoría de grande, y se convierte en arte totalmente atemporal. Utilización de flashbacks, de acciones paralelas, secuencias oníricas, pero sobre todo ese fascinante collage en el clímax y que me hace pensar en el final de una película como 2001: Una odisea del espacio (1968) de Stanley Kubrick.

Pasado, presente y futuro discurren ante nuestros ojos, hurgando en nuestras emociones de forma casi revolucionaria, el todo y la nada en el mismo lugar, la detención del tiempo (cinematográfico) en una sincopada secuencia llena de fragmentos (vitales) de la vida y obra de Napoleón, quien mira hacia su futuro, y el de su nación, con una temible firmeza y rostro ilusionado. Al igual que la propia obra en sí, que trasciende el tema y sobrevive a escrutinios históricos de toda índole, mientras por sus imágenes transcurre una verdad que se siente. Arte cinematográfico en su forma más auténtica. Del que pervive. Del que es necesario.

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