Crónica día 4
Juan Pablo Bargueño – 19/05/2023
Jonathan Glazer nos dice un ‘se mira pero no se toca’ en The Zone of Interest
Llegó el día de la lluvia. Cielo gris y, por si no era suficiente, más obstáculos por culpa de los paraguas. Por suerte, Black Flies (2023) de Jean-Stéphane Sauvaire, que comenzaba pronto en la mañana, dio comienzo a este cuarto día en el que pude cobijarme rápidamente. La película es una olla a presión de principio a fin. Black Flies parece una de esas cintas de los años noventa o dos mil, oscuras y claustrofóbicas que te dejan mal cuerpo cuando acaban. El filme es un ejercicio de contundencia audiovisual que muestra la tortura mental y física de unos enfermeros de ambulancia en Nueva York.
El relato se construye a partir de dilemas morales que surgen como consecuencia de un mundo en decadencia. Es a partir de aquí que lo sórdido aparece, y convierte cada uno de los minutos de la película en un proceso agónico para el espectador. Además, Tye Sheridan realiza una grandísima actuación —aunque le va a dar dolores de cabeza a más de uno—, dejando en segundo plano a un notable Sean Penn.
De segundo plato, tocaba The New Boy (2023) de Warwick Thornton. Se preveía una película llamativa conociendo que su director ganó la Caméra d’Or de Cannes en 2009 por Sansón y Dalila (2009). Sin embargo, a la mitad de la película se mascaba el desastre. Desde luego, la película no es mala. De hecho, es una preciosidad visualmente —tiene algún que otro tono a Días del cielo (1978) de Terrence Malick—. Lo que no convence es el relato L’enfant sauvage aborigen australiano entremezclado en un relato bíblico soporífero.
Thornton intenta darles intensidad a todos los planos del filme con una molesta cámara lenta innecesaria. La belleza de sus planos se pierde en una historia de fe que recurre al realismo mágico y que parece quedarse a medio camino entre la intensidad mística de Malick o las entrañables comedias sobre la enseñanza juvenil.
Fotograma de la cinta de Jonathan Glazer
Para terminar el día, tocaba el plato fuerte: The Zone of Interest (2023) del británico Jonathan Glazer. Como siempre, cuando toca volver a entrar a la sala Debussy, el proceso de espera en la cola te hace replantear tu existencia. Ahora, por culpa del mal tiempo, había que dedicar cierta energía a evitar el atropello por parte de los BMW eléctricos que entraban y salían del festival. Algunos de los periodistas fracasaban en el intento, aunque menos mal que estaba la policía para “amablemente” empujarles fuera de la cola. Para los periodistas más románticos, esto no es nada más que “la gracia del periodismo”.
El cine de Glazer no es de lo más convencional, y con esta cinta lo sigue demostrando. The Zone of Interest está en contacto con el cine experimental, pues no vemos ningún movimiento de cámara. Sus planos fijos establecen una distancia clara entre el espectador y los personajes, al igual que en un zoológico. Por lo tanto, el espectador se vuelve un agente inútil ante el día a día de Rudolf Hoss —quien fue comandante del campo de exterminio de Auschwitz— y su familia.
La película propone como punto de partida un oxímoron visual en el que, por un lado, conviven los alemanes en un idilio de casas acogedoras, sirvientas y grandes jardines llenos de flores preciosas, y, por otro lado, una zona de exterminio donde solo sobreviven las moscas que se alimentan de los cadáveres. Ciertamente, la cinta presenta imágenes potentísimas en este sentido. También, esta faceta tan importante se plantea desde el punto de vista del paso del tiempo, a modo de epifanía, explorando lo delicado e insustancial que puede llegar a ser el pasado, que quedará tras un cristal en un museo, a cierta distancia, como el espectador y esta película. No será la ganadora, ni gustará a la gran mayoría del público, pero es innegable que The Zone of Interest dará de qué hablar.