Crítica de El Conde (2023): reseña y opinión
El vampirismo más renovado y necesario de nuestros días
Puntuación ✪ (4/5)
Crítica de Juan Pablo Bargueño
Antes de morir, Gabriel García Márquez escribió una carta en la que reveló el fraudulento secreto de la parca: “la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido”. La complejidad del ser desaparece por completo de la existencia cuando nadie lo reconoce. Las personas viven en el recuerdo, en los objetos, en los paisajes, en los olores, en la historia… Por eso podemos estar seguros de que el bien siempre vencerá al mal, porque el tiempo premia con la insustancialidad de lo negativo y la infinitud de la bondad.
Sin embargo, cuando el mal nos supera, es difícil encontrar la forma en la que olvidar. En los países que fueron dictaduras y cuyos dictadores murieron cómodamente en sus camas de madera refinada, seda y terciopelo, existe una memoria conjunta y necesaria que nunca ha conseguido sobreponerse al parasitismo de estado inyectado por años de represión. El olvido no puede formalizarse por medio de la ignorancia, sino que debe reconocerse la enfermedad y extirparla de lleno sin dejar una mínima partícula remanente.
Pablo Larraín ya viene acostumbrando a echar la mirada atrás, allí donde muchos no quieren entrar. Con Jackie (2016) o Spencer (2021), el chileno removía en el recuerdo de la política angloparlante, principalmente en el papel de las mujeres de figuras diplomáticas masculinas de gran importancia histórica.

Póster de la cinta
Con El Conde (2023), que se estrena en Netflix el próximo 15 de septiembre, Larraín remueve, esta vez, en el pasado de su patria; un pasado donde en Chile se torturó al cantante que siempre sonreía, donde se hacían desaparecer a los estudiantes y a aquellos que no eran afines al régimen, donde existían colonias de nazis alemanes exiliados como Colonia Dignidad o donde se financiaba el terrorismo, considerando que todos estos actos tenían el apoyo total de países como los Estados Unidos o Inglaterra. Mientras el pueblo come excrementos, el dictador, los que le rodean y los que vienen después de él se hacen ricos.
La película plantea un universo satírico en el que Augusto Pinochet (Jaime Vadell) es un vampiro que vive escondido en el campo, en una casa en ruinas. Tras haber tenido una larga vida, Pinochet decide dejar de tomar sangre para así morir de una vez porque no es capaz de aguantar que la gente lo recuerde como un asesino, pero sobre todo como un ladrón. Sus hijos, conocedores de la inminente muerte de su padre, corren a reunirse con él para recibir una gran herencia. Sin embargo, un repentino enamoramiento hará cambiar de opinión al viejo dictador.
Ingenio cómico
La propia concepción burlesca de la película es una genialidad. La transfiguración de Pinochet en El Conde Drácula asienta una metáfora fácil pero original. De la mano van la estética lúgubre enfatizada por el blanco y negro, y una excelente fotografía del ya conocido Ed Lachman. Como no podía ser de otra forma, esta versión vampírica del dictador chileno se refugia en las afueras, escondido del mundo en una casa en el campo. Allí, el polvo reina sobre los objetos, los metales supuran óxido y los suelos están levantados. Larraín compone un escenario en decadencia; una especie de refugio de lo pasado y lo obsoleto donde no entra el aire fresco y donde solo hay cabida para lo absurdo. Incluso, el escenario del campo donde vemos la casa, varias tumbas y una guillotina, da una sensación de surrealismo; sensación que será constante a lo largo del filme.
Larraín no tiene nada que demostrar, pues ya es un cineasta consagrado. Pero como el buen artista que es, se fuerza a la innovación. Ya no son los dinámicos movimientos de cámara o los sobreencuadres vivísimos, sino la infinita imaginación del chileno. En El Conde, Larraín consigue llevar a cabo una escena protagonizada por Paula Luchsinger que es, posiblemente, lo más cerca que ha estado un artista de representar un sueño. El viaje por los cielos, la delicadeza del balanceo, la inseguridad y el despertar de algo nuevo y mágico confluyen en un poema en movimiento; en la mayor expresión de brujería jamás concebida. Esta escena es, sin ninguna duda, uno de los máximos logros del arte cinematográfico.
Tráiler de El Conde (2023)
Una historia como esta no podría darse sin un trabajo ingenioso de escritura. Guillermo Calderón y Pablo Larraín demuestran saber lo que hacen a la hora de tratar a la comedia como una herramienta reveladora. No pecan de la típica soberbia burguesa del cineasta fanático a las letanías directas que a nadie sorprenden y, al contrario, saben congeniar una narrativa principal con elementos de denuncia que son introducidos con agudeza y conveniencia.
¿Hay solución?
Gustavo Bueno tenía una solución rápida para Pinochet: “lo que había que haber hecho es pegarle cuatro tiros y dejarse de mandangas”. Pero el tiempo ya ha pasado. Aun así, Larraín plantea algo verdaderamente interesante. En la cinta, Pinochet ha muerto para el mundo, pero solo sus hijos, mujer y mayordomo saben que sigue vivo. Su naturaleza vampírica le exime con facilidad del vacío infinito. Larraín maneja la idea de que el dictador que muere plácidamente acaba por sobrevivir en el tiempo, pues todo lo que deja tras él —instituciones, aparatos del estado, funcionarios, periodistas, artistas y demás—, continúan con su legado.
Por lo tanto, El Conde no es una película sobre el pasado o la historia de la dictadura, sino sobre las reminiscencias. Larraín está desatado; no deja títere con cabeza. Pinochet es un viejo victimista, su mujer es aprovechada y cruel, sus hijos no han dado un palo al agua en toda su vida; es decir, niños de papá que no saben freír u huevo, una panda de degenerados e inútiles a los que se les ha dado todo y no tienen suficiente. Todos son representados como psicópatas de manual. Si no se sienten víctimas o defienden sus actos con escusas estúpidas, simplemente se ríen y aceptan sus maldades.
A pesar de esto, Larraín reniega de la idea de la aceptación y la transformación por medio de las reminiscencias. Si bien estos sistemas políticos herederos de una dictadura sacan pecho por su naturaleza democrática —como en España—, se debe tener en cuenta que el propio sistema es una adaptación formulada por aquellos que mandaban en el anterior régimen. Por lo tanto, la cadena estamental va a estar manchada por el pasado. Lo nuevo que está impregnado por lo pasado acaba por corromperse. El personaje de Paula Luchsinger viene a representar esto. Pues, Larraín llega a la conclusión de que la única forma de matar —olvidar— a la figura de Pinochet es arrancando de raíz el problema.
Conclusión
Este es el vampiro más terrorífico que se ha llevado a la gran pantalla, contradictoriamente en una comedia. Pablo Larraín presenta un juego de contrastes entre la elegancia técnica que tanto le caracteriza y una narrativa irónica y violenta enfocada en el olvido en un sistema heredero de una dictadura. Asimismo, Larraín demuestra una imaginación sin límites en este replanteamiento metafórico del vampiro con escenas mágicas que, a la llegada de los créditos, deja una sensación desazonadora, pues el chileno representa una realidad que sigue sin resolverse.
Ficha técnica:
El Conde (2023)
- Chile
- Duración 110 min.
- Dirección: Pablo Larraín
- Guion: Guillermo Calderón y Pablo Larraín
- Música: Juan Pablo Ávalo y Marisol García
- Dirección de fotografía: Edward Lachman
- Productora: Fabula. Distribuidora: Netflix
- Género: Comedia